Mons. Gerardo Melgar Queridos diocesanos:
Hace apenas tres semanas que hemos estrenado nuevo año en un ambiente social enrarecido y triste: falta trabajo, sobra desesperanza, la crisis económica y de valores lo invade todo, etc. en el fondo late un problema crucial, fuente de la mayoría de los problemas, de uno u otro modo: el hombre actual ha dejado a Dios al margen de su vida, ha prescindido de Él, autoproclamándose dios y señor del mundo, adentrándose en un camino peligroso cuya meta es el fracaso. Una vez que el hombre se ha erigido en poco menos que un dios y ha construido su vida desde criterios claramente contrarios a los criterios del Evangelio, el mensaje salvador de Cristo ha perdido para él su verdadero significado: el egoísmo se ha apoderado de su vida y sólo piensa en sí mismo; en su felicidad efímera y transitoria -exclusivamente basada en el aquí y el ahora- ha aceptado que en la vida tiene que haber pobres y ricos y que ‘cada uno debe sacarse sus castañas del fuego’; ha preferido la muerte a la vida reclamando el derecho al aborto; ha puesto al mismo nivel el matrimonio entre un hombre y una mujer con el mal llamado matrimonio entre personas del mismo sexo; ha dejado desmoronarse la familia; no se preocupa por la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones, ni siquiera por la transmisión de unos valores humanos y éticos; exclusivamente le preocupa la situación económica, preocupación que lo invade todo como si no existieran otras necesidades a las que dar respuesta.
En la renovación de nuestra fe se juega, en gran medida, la consecución de una sociedad más humana, más solidaria y menos egoísta. Como muchos han querido prescindir de Dios (lo han expulsado de sus vidas, de las familias, de las comunidades, de la sociedad) y ya que sin Dios estamos destinados al fracaso más absoluto, el Papa nos ha hecho una llamada fuerte y urgente a la renovación y revisión de nuestra fe, a la conversión del corazón y de la vida, para recuperar los valores perdidos, para situar a Dios al frente de la nave de nuestra vida, para encontrar sentido y respuesta a tantos interrogantes que nos acechan y que, sin Él, no logran respuesta.
Debemos volver a hacer florecer nuestra fe en el Dios de Jesús, que ama a cada hombre y le ama como es, y que le hace sentir que -cuando todas las puertas se le cierran- la suya, la de Dios, permanece abierta brindándole su amor total e incondicional para que renazca en él la esperanza en un futuro mejor. Es Dios quien nos está pidiendo un cambio de dirección del mundo, un cambio de valores y del corazón humano, en el que Él y su ley del amor ocupen el centro de la vida del hombre, expulsando al egoísmo y al materialismo que atenazan al ser humano. Sólo en Cristo encontraremos sanación a nuestras heridas y descubriremos que la vida merece la pena ser vivida aunque tenga dificultades.
Algunas voces claman en nuestra sociedad afirmando que “ser creyente y ser feliz son dos cosas incompatibles”. ¡No es verdad! Al contrario, ser creyente y ser feliz no sólo es posible sino que la felicidad auténtica depende de nuestra fe en el Dios de la vida, de la esperanza, del amor y de la alegría; sólo desde Él el hombre puede ser plenamente feliz, no solamente en la Vida eterna sino también en la vida presente ya que -cuando alguien se encuentra con el Señor, de verdad- no necesita ‘correr’ tras tantas cosas que dejan vacío el corazón.
Fe y felicidad van unidas cuando se viven adecuadamente, sí. Pero esa misma fe en el Dios de la vida nos lleva inevitablemente a luchar por la defensa de la vida en todas sus etapas y momentos, a luchar por el respeto a la vida de los no nacidos, de los ancianos, de los que no son útiles a los ojos del mundo ni producen en esta sociedad materialista. La fe en el Dios que creó hombre y mujer, y les dijo “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28), nos llevará a valorar la dignidad y la grandeza del matrimonio que forman un hombre y una mujer con la promesa de la entrega total y complementaria entre ambos en la búsqueda de la fidelidad para siempre. Así mismo, la fe en el Dios del amor nos impulsa a luchar por un mundo mucho más justo en el que la fraternidad y la solidaridad nos hagan ponernos al servicio de los otros, descubriendo en los demás -especialmente en los más pobres y necesitados- la imagen del mismo Cristo. No podemos olvidar que la fe en el Dios Padre nos debe hacer sentirnos hermanos de los demás, hijos del mismo Señor a los que tenemos que respetar, servir y amar, avanzando cada día más en el logro de una gran comunidad humana fraterna donde todos nos sintamos hermanos e hijos de un mismo Padre.
Queridos todos: renovemos la fe para que podamos experimentar la alegría y el gozo de ser creyentes. Sólo Dios y nuestra fe en Él pueden llenar de verdad nuestro corazón porque Dios ha puesto en él su sello de divinidad y el ansia de transcendencia pues, como escribió San Agustín, “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto y hasta que descanse en ti”. El Año de la fe nos invita a esta renovación: intentémoslo, seguro que este nuevo año será, de verdad, un año inolvidable para todos porque -inspirados en el mensaje salvador de Cristo- daremos pasos significativos en la construcción de una sociedad con menos heridas, con menos tristeza, sin tanto egoísmo, haciendo que renazca -con el resplandor de Cristo- un mundo mucho solidario y fraterno, mucho más esperanzado y con futuro.
+Gerardo Melgar
Obispo de Osma-Soria