Mons. Jaume Pujol A finales del año pasado, Benedicto XVI escribió un mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que en España se celebra este domingo, 20 de enero de 2013. Merece la pena tomarlo en consideración, con mayor razón por cuanto el flujo migratorio ha sido tan elevado que lo que antes era raro es ahora normal: encontrarse cada día con muchas personas procedentes de otros países y culturas que han llegado a nuestra tierra en busca de un futuro mejor. Basta prestar atención a los noticiarios para advertir que millones de personas se desplazan de sus países de origen a otros vecinos o lejanos huyendo de la miseria o de la guerra, que es la mayor de las miserias, o de una dictadura que no les permite vivir en libertad.
Pero no hace falta seguir las noticias, conocemos a estas personas porque están entre nosotros, en medio de los cultivos agrícolas o de los trabajos ciudadanos. Han llegado de maneras muy diversas, desde viajar en avión hasta hacerlo en patera, y, con frecuencia, dejando parte o la totalidad de sus familias en sus lugares de origen, sean de Latinoamérica, el Magreb o los países del Este por citar las procedencias más habituales.
Hay que intentar ponerse en su lugar, siquiera con la imaginación, para comprender las heridas que puede producir en esas personas la separación de los suyos y el desarraigo de sus países. La gran mayoría no vienen por sed de aventura, sino a causa de necesidad. Tienen derecho, por tanto, a una acogida, que para todos es un deber, pero para los cristianos es además una necesidad moral ineludible. En la encíclica Caritas in veritate, el Papa escribió: “todo emigrante es una persona humana que, en cuanto a tal, posee derechos fundamentales, inalienables, que han de ser respetados por todos y en cualquier situación”.
Es cierto que llegan a un país, actualmente en crisis, donde los medios no son ilimitados, pero no sólo se trata de asistencia material; hay otras formas de ayuda, como la comprensión, las facilidades de acogida para una integración más plena, el respeto a sus creencias, el tratarlos como a nosotros nos gustaría ser tratados si nos halláramos en sus circunstancias.
Así lo hace la Iglesia a través de sus múltiples iniciativas, como sus oficinas de inmigración y Caritas, en las que numerosos voluntarios —a quienes quiero agradecer expresamente su impagable labor— ayudan a los recién llegados a establecerse, resolver su situación jurídica, hallar un trabajo y cubrir cualquier otra contingencia. Les ayudamos y a la vez nos ayudan. ¡Cuántas familias tienen el gozo de contar con alguna de esas personas para atender a ancianos que viven solos o para ocuparse de los niños!
No quiero terminar sin poner esa labor de atención bajo la protección de la Sagrada Familia, que fue emigrante y refugiada en Egipto pasando sin duda las penurias que tanta gente pasa en la actualidad. Jesús y sus padres hallaron en el exilio la protección que en su país les faltaba por la política de Herodes. Nunca sabremos los nombres de quienes les prestaron ayuda, pero nosotros hemos de ser como ellos, acogiendo a quienes llegan a nuestra casa con generosidad y amor cristianos.
† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado