Mons. Gerardo Melgar Queridos diocesanos, queridos sorianos todos:
Hoy, 30 de diciembre, los católicos de la Iglesia que peregrina en España celebramos la festividad de la Sagrada Familia, celebración que nos brinda la oportunidad para reflexionar sobre la situación que está atravesando el matrimonio y la familia actualmente en nuestro país.
En España estamos viviendo en la actualidad un momento especialmente delicado en lo que respecta al matrimonio y a la familia, sobre todo desde que el pasado 6 de noviembre el Tribunal Constitucional comunicara su fallo, gravemente injusto, equiparando en derechos y dignidad la unión entre dos personas del mismo sexo con el matrimonio constituido por un hombre y una mujer. La sentencia no reconocía, de facto, la especificidad de la institución matrimonial entre un hombre y una mujer (sumándose, por ejemplo, a la desprotección de los contrayentes que no son reconocidos en el ordenamiento jurídico como “esposo” y “esposa” y que no garantiza el derecho de los niños y de los jóvenes a ser educados como futuros “esposos” y “esposas”) ni respetaba, así, el derecho de los niños a disfrutar de un padre y de una madre en el seno de una familia estable.
No son leyes justas las que no reconocen ni protegen derechos tan básicos sin restricción alguna. No se exagera si se afirma que en España estamos asistiendo a la destrucción del matrimonio por vía legal. Hay que recordar alto y claro que la única y verdadera familia es la que se constituye, se fundamenta y nace del auténtico y natural matrimonio entre un hombre y una mujer porque así está inscrito en la naturaleza humana (y así lo quiso Dios desde el principio): los seres humanos nacen hombre o mujer, seres de sexo distinto que uniéndose se complementan mutuamente y -desde el amor y por amor- se reproducen y son fecundos en los hijos.
Matrimonio sólo puede ser llamado y reconocido como tal el contraído entre dos personas de distinto sexo, un hombre y una mujer. Ni el estado ni el Tribunal Constitucional ni Tribunal alguno pueden reconocer un derecho que no existe; dicho esto, conviene recordar que, al declarar estas uniones como ‘matrimonio’ y con los mismos derechos, el Constitucional está excediéndose en sus capacidades y dañando muy seriamente el bien común.
La Iglesia, yo personalmente, muestra profundo respeto para las personas que se sienten atraídas hacia otras del mismo sexo pero diferenciar lo que es distinto no es discriminar sino, en este caso, debería ser legislar desde la naturaleza del ser humano y en aras del bien común. Se podrá llamar como se quiera la unión de personas homosexuales pero de ninguna manera se puede llamar matrimonio ni equipararlo al matrimonio natural entre un hombre y una mujer.
La familia, sustentada en el matrimonio, formada por un padre y una madre, es el verdadero ecosistema del ser humano que debemos proteger, el hábitat natural que necesita toda persona para nacer, crecer y madurar; el verdadero lugar para acoger, ayudar a crecer y a madurar a los hijos en perfecta armonía.
Sin la familia, sin la protección del matrimonio y de la natalidad, no habrá salida verdadera y duradera a la crisis actual. Esta afirmación bien de manifiesto la pone el hecho de que muchas familias sin recursos, sin trabajo y pasando por situaciones de extrema necesidad encuentran acogida y solución, sobre todo, en la solidaridad de la familia: es admirable el ejemplo de solidaridad de tantas familias en las que se estrechan los vínculos entre abuelos, hijos y nietos para salir adelante como sólo es posible hacerlo en el seno de una familia estable y sana.
Es un deber moral recordar como en la vida familiar y conyugal se juega el futuro de las personas y de la sociedad. Cuando se socava o destruye el matrimonio y la familia, la persona queda ‘a la intemperie’ y el bien común es puesto en grave riesgo. Por eso, no podemos menos de alzar nuestra voz contra la situación que se crea con el reconocimiento como matrimonio de la unión de dos personas del mismo sexo declarada por sentencia del Tribunal Constitucional que trae consigo, directa o indirectamente, el no reconocimiento de la especificidad del matrimonio natural y la desprotección de la unión entre un hombre y una mujer.
Todos los creyentes (también aquellas otras personas que se unan a nosotros en la defensa de la recta razón y del orden natural), desde el lugar que ocupemos en la sociedad, con nuestras voces y con nuestros votos hemos de defender y promover el matrimonio y su adecuado tratamiento en las leyes; a la vez, hemos de recordar y hacer una llamada a todos los políticos, sean del color político que sean, a que asuman la responsabilidad que les corresponde para que -ante esta grave realidad- actúen de acuerdo con su conciencia, más allá de cualquier disciplina de partido. Es evidente que nadie puede refrendar con su voto leyes que dañan tan gravemente las estructuras básicas de la sociedad, mucho más los políticos católicos que han de tener en cuenta que -como servidores del bien común- han de ser también coherentes con su fe.
Ojala la festividad de la Sagrada Familia nos sirva a todos para asumir nuestra propia responsabilidad y para hacer todo lo posible en la defensa y promoción del matrimonio para que éste y la familia puedan seguir cumpliendo con la sublime misión que tienen. Esto no se logrará si no se reclama con valentía aunque sin imposiciones, a la luz de un debate serio y profundo sobre la esencia de estas realidades tan cruciales, la reforma de nuestra legislación sobre el matrimonio.
+ Gerardo Melgar Viciosa
Obispo de Osma-Soria