Mons. Francesc Pardo i Artigas Hace unos años, en el curso de una predicación dominical –en el inicio del adviento- me esforcé en comunicar que era necesario vivir con esperanza porque, de lo contrario, la vida pierde sentido y gusto. Al terminar la Misa, un feligrés que en los últimos tiempos había sufrido mucho debido a problemas familiares, profesionales y de salud, me dijo que yo era muy optimista, pero que él ya no esperaba nada. De alguna forma manifestaba que cuando las cosas van bien puedes tener esperanza, pero cuando el mundo se te derrumba, ya no tienes motivos para seguir teniéndola. He constatado en muchos otros momentos tal convicción cuando se habla de esperanza.
La esperanza de los cristianos no se fundamenta en un temperamento optimista, ni en éxitos puntuales, ni en ausencia de dificultades. No se trata, pues, ni de optimismo ni de pesimismo.
Cuando estaba de moda una divulgación popular del marxismo, algunos manifestaban convencidos que la esperanza cristiana nos alejaba del compromiso con los problemas de la historia. El lema era: “esperar el cielo, os hace olvidar la tierra”.
Al iniciar un nuevo tiempo de adviento pienso que es necesario reflexionar, aunque brevemente, sobre la virtud de la esperanza.
¿Qué esperamos los cristianos? ¡Pues, esperamos a Jesucristo!
Esperamos que Jesucristo, el Salvador, que ya se ha encarnado en la historia humana, vuelva glorioso trayéndonos la plenitud de la salvación que nos ofrece con su vida, muerte y resurrección.
En definitiva, esperamos que la historia de cada cual y de la humanidad acabará bien, muy bien, porque acabará en manos de Dios.
Fundamentamos esta esperanza en la primera venida de Jesús como hombre, que nos disponemos a revivir en Navidad con la esperanza de los justos, los profetas y sobretodo de María, su madre.
Fundamentamos nuestra esperanza en la vida, muerte y resurrección de Jesús, que representa ya la victoria sobre el mal, el pecado y la muerte.
Nos mantenemos en esta esperanza gracias al Espíritu que hemos recibido y a la Iglesia, nuestra Iglesia, que es el pueblo de la esperanza en la historia.
Ciertamente que esperamos el retorno glorioso de Jesucristo para alcanzar la plenitud de la salvación, pero esta salvación ya la vivimos en nuestra vida y en nuestra historia. El Señor sigue haciéndose presente en nuestra vida, ahora ya no como hombre, pero si mediante signos del todo humanos para que lo acojamos: en la Eucaristía, en los sacramentos, en la comunidad de la Iglesia, en cada parroquia, y en cada persona que amamos y servimos.
Esta esperanza en “el cielo” en forma alguna nos aleja de la tierra y del compromiso de quererla y transformarla, todo lo contrario. Nuestro compromiso es luchar contra el mal, contra la injusticia… en definitiva, contra el pecado, para asegurar que la vida de toda persona y de todos los pueblos sea vivida con dignidad, en libertad, con fraternidad, tal como Dios lo quiere. Es cierto, de todas formas, que luchamos sabedores de la victoria final de nuestro Dios y de nuestra participación en tal victoria.
Esta lucha o compromiso se concreta en las responsabilidades eclesiales, laborales y familiares, en la proclamación del Evangelio, en los servicios más humildes, en los compromisos sociales, desde la acogida, ofreciendo alimento, vivienda, en la ayuda para rescatar a quienes sufren marginación, educando, hasta conseguir estructuras sociales y políticas más justas.
Durante el adviento, procuremos reavivar la virtud de la esperanza y esforcémonos en comunicar esta esperanza a las personas con las que caminamos en esta vida.
+Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona