Mons. Javier Salinas La vida de todo cristiano tiene una dimensión social, y también política, cuya raíz y centro es la fe en el Dios verdadero, Creador y Salvador. Ésta se realiza en un estilo de vivir que se lleva a cabo en el servicio al mundo, no en su dominio, a la luz del Evangelio. Así pues, ser cristiano es participar en un camino que va más allá de nuestro mundo, pero que, al mismo tiempo, se realiza ya aquí, entre nosotros. Nada sería más contradictorio que vivir una fe al margen de la vida concreta.
La persona necesita de la vida social, es una exigencia de su naturaleza. Y toda sociedad bien ordenada requiere gobernantes investidos de legítima autoridad. En este sentido, los cristianos siempre han respetado a toda autoridad legítima, puesto que es la responsable de promover el bienestar, la seguridad y la libertad, también para ejercer las propias convicciones religiosas. Los cristianos oramos siempre por las autoridades, pero no las adoramos, es decir, no las confundimos con Dios (cf. 1Tim 2,1-2). Esto nos permite ser respetuosos y libres al mismo tiempo. De este modo se realiza en nosotros la respuesta de Jesús a quienes le plantearon si era lícito pagar impuesto al Cesar: “pues dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”(Mt 22,21). Por esto la Iglesia, en razón de su función y de su competencia, no se confunde de ningún modo con la comunidad política y no está ligada a ningún sistema político.
La misión propia de la Iglesia es ser “signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana” (Vaticano II, nº 76). Una exigencia que ilumina la presencia de los cristianos en la vida pública, de tal manera que su participación en la acción política debe orientarse a la búsqueda del bien de la persona humana en todas sus dimensiones, y de todas las personas. Así, si bien la fe cristiana no se identifica con ningún sistema político, también es verdad que un cristiano, en sus decisiones políticas, debe tener en cuenta el logro del bien común, lo cual conlleva tres exigencias: la primera el respeto a la persona en cuanto tal, es decir, el derecho a actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad; la segunda, la búsqueda del bienestar social y el desarrollo de la comunidad; y la tercera la construcción de la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de orden justo.
La presencia de los cristianos en la vida pública tiene en la elección de quienes han de desempeñar la misión del gobierno de la sociedad, un compromiso especialmente intenso, del cual depende el orden social y el progreso, que deben subordinarse al bien de las personas, y no al contrario (cf. GS 26,3).
+ Javier Salinas Viñals
Obispo de Tortosa