Mons. Jaume Pujol Cuenta la leyenda que el fundador del budismo, Siddhartha Gautamà Buddha, era un príncipe de la India que vivía muy protegido, hasta el punto que —una vez que solicitó salir de palacio para conocer mundo— su padre ordenó que limpiaran las calles de cualquier visión desagradable que pudiera alcanzarle. Sin embargo, en aquellos días se topó con tres realidades que le provocaron una fuerte impresión: la vejez, la enfermedad y la muerte. Y cuando se hallaba más deprimido, descubrió la presencia de un anacoreta que le introdujo en el mundo de la meditación. Y en ella encontró remedio contra el dolor y también la paz de su espíritu.
En el cristianismo el sentido de la vida tiene una explicación trascendental: Dios nos ha creado a su imagen y semejanza para que, tras un tiempo en la tierra, podamos gozar de Él eternamente en el cielo. En ese tiempo de permanencia en el mundo no nos limpia las calles, no nos ahorra el esfuerzo, ni los contratiempos, ni la enfermedad, ni la ancianidad, ni la muerte. Pero nos da los medios —su ayuda, que nunca nos falta— para este recorrido.
La institución del sacerdocio, como puente entre Dios y los hombres y la fundación de la Iglesia, que prolonga la vida de Cristo en la tierra, son medios que Dios dispuso para ayudarnos en ese camino. La Iglesia no es una invención humana, por elevada que esta fuera, sino una voluntad divina que tuvo su punto de partida en la confesión de Cesárea, cuando Cristo mismo coloca a Pedro como piedra angular y cabeza de los apóstoles de una sociedad que prevalecerá hasta el final de los tiempos. Los obispos tenemos como título primordial ser sucesores de los apóstoles y la Iglesia diocesana es la misma Iglesia universal constituida habitualmente en cada territorio para aglutinar a una comunidad de fieles.
Esta Iglesia diocesana tiene a su cuidado, sin embargo, no sólo a la comunidad cristiana, sino a cualquier persona que pueda necesitar de sus servicios. En ese sentido la Jornada de la Iglesia Diocesana, que se celebra este 18 de noviembre, tiene un lema explícito: “La Iglesia contribuye a una sociedad mejor”. En efecto, es una experiencia cotidiana —manifestada a través de las parroquias, de los centros religiosos, de los colegios y locales de asistencia social— el que la Iglesia cuide de visitar a ancianos y enfermos, atienda sacramentalmente a todos los que lo desean desde el bautismo hasta la muerte y socorra a los pobres, a los indigentes sin techo, a las madres solteras que necesitan solidaridad para poder tener un hijo, a las personas solas, quizá las más vulnerables…
Como segundo lema de la Jornada figura: “Ayuda a tu parroquia, ganamos todos”. Apelo a hacer de este lema una realidad. Las diversas iniciativas pastorales de la Iglesia diocesana necesitan de esos brazos que son las parroquias para abrazar a todas las personas, en especial a las más necesitadas.
† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado