Mons. Juan José Omella El Papa nos invita, en este Año de la fe, a que vivamos una fe auténtica, una fe verdadera, es decir, que vivamos esa fe que transforma la vida de los creyentes. La fe, que “actúa por el amor”, se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre . Cuando uno cree de verdad en Dios, y se pone en sus manos, guiado por la fe en Jesucristo, según la medida de nuestra disponibilidad, la mentalidad, los pensamientos, los sentimientos, las acciones del hombre se purifican y se transforman en un proceso que no termina en toda la vida.
De esta forma, Benedicto XVI, asume, con mayor claridad y con mayor urgencia, si cabe, los mismos objetivos de Pablo VI en 1968. El Año de fe está concebido como un momento solemne para que en toda la Iglesia se dé “una auténtica y sincera profesión de la misma fe”; para que ésta sea confirmada de manera “individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca”. Para que de esta manera toda la Iglesia adquiera una “exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla”.
Es importante caer en la cuenta de que llevamos ya cincuenta años recibiendo la llamada de Dios, así tenemos que interpretar la voz de los Papas, a ponernos en trance de misión. No se puede negar que estamos respondiendo con lentitud, con pereza, con desconfianza. No acabamos de superar nuestras rutinas. No nos decidimos a abordar seriamente el problema terrible de la descristianización de nuestra gente, de la deserción en masa de nuestros jóvenes.
Pablo VI presentó el Año de la fe como “consecuencia y exigencia postconciliar», consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. El Papa percibió entonces cómo el primer fruto del Concilio tenía que ser una renovación espiritual de la Iglesia, en el fervor y en la vida de fe. Sólo así podría llegar a ser el Concilio del diálogo misionero con el mundo moderno.
Han pasado ya cincuenta años desde aquel Concilio memorable y todavía están pendientes estos grandes objetivos. Es preciso que la Iglesia se purifique, que los cristianos vivamos fervorosamente nuestra fe en el Dios Salvador y en su enviado Jesucristo, para que podamos establecer el diálogo misionero y evangelizador con el mundo contemporáneo. Puede ser que estemos llegando al tiempo de la verdadera puesta en práctica del mensaje conciliar en toda su plenitud, renovación espiritual, recuperación del fervor original, simpatía y compasión misionera hacia el mundo para poder anunciar de nuevo el evangelio en este continente de la nueva cultura. Este puede ser el momento de una mejor comprensión y una verdadera implantación en la Iglesia de aquel Concilio providencial. Estos son los ritmos de la Iglesia. Y estos son también los ritmos de los grandes cambios espirituales y culturales.
El Año de la fe no es una simple conmemoración externa del Concilio sino una oportunidad para estudiarlo, para recibirlo en profundidad, en continuidad y comunión con la tradición viva de la Iglesia, sin tensiones, sin conflictos, sin personalismos, en este itinerario y con esta graduación que Benedicto XVI nos señala, tiempo de renovación, evangelización, misión.
Seguiremos reflexionando sobre este tema del Año de la fe con lo que nos propone el Papa.
Con mi afecto y bendición,
+ Juan José Omella Omella
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño