Mons. Agustí Cortés Esa forma de “conversión”, vivida dentro de un mundo “oficialmente cristiano”, perduró a los largo de siglos en la Iglesia. De hecho, aún se da en nuestros días, en la medida en que todavía puede respirarse un ambiente cultural y social, en el que “lo cristiano” no ha llegado a ser algo absolutamente extraño. El caso es que hoy siguen teniendo una gran importancia las conversiones a Cristo “dentro de la fe, al menos de la fe formal”, dado el hecho, que todos lamentamos, del gran número de bautizados “no convertidos realmente”.
En pleno siglo XVI, en el marco de un cambio significativo del mundo occidental (intento de colocar al ser humano en el centro de todo), cuando la Iglesia se veía ante el reto de llevar adelante la llamada “reforma católica”, junto a grandes literatos y artistas del “Siglo de Oro” español, hallamos extraordinarios convertidos, santos y fundadores. Entre ellos podemos destacar a San Ignacio de Loyola a manera de paradigma.
Su testimonio tiene hoy un valor extraordinario. En primer lugar, porque, como ocurría en San Agustín, primero vivió y después plasmó su experiencia, para bien de todos, en su autobiografía, Relato del Peregrino y más profundamente en los propios Ejercicios Espirituales. En segundo lugar, porque ilumina una cuestión fundamental para entender y vivir la conversión: “la verdad de la libertad humana”.
Desde su nacimiento en 1491 vivió los años jóvenes, como tantos entonces y ahora, en ambiente “cristiano”, pero de hecho inmerso en la ambigüedad de los criterios y las formas, que podemos denominar “paganas”: ambición, bienestar, placer, fuerte sentido del honor, lealtad, esfuerzo… El estilo de vida “cortesano” junto al poder y que hoy bien se justificaría con la máxima de la “necesidad legítima de autorrealización”. La convalecencia obligada por una herida de batalla en la ciudadela de Pamplona, fue la ocasión de un primer paso decisivo: la vuelta en sí, a su interioridad, donde descubriría la realidad de su persona: “quién era y qué hacía realmente” en la vida.
Un primer hallazgo fue que de hecho, contra toda apariencia, era un esclavo, entregado a una servidumbre que conducía al vacío y a la muerte. Otros testimonios le mostraban vidas
plenas y libres, sirviendo a “otro Señor”.
Un segundo hallazgo: él tenía que optar entre un camino u otro y podía hacerlo. Así quedó plasmado en la conocida meditación (4º día de la 2ª semana de los Ejercicios) de las dos banderas, dos señores, dos llamadas, dos promesas… Un ejercicio en el que la libertad – responsabilidad humana es interpelada y tomada absolutamente en serio: nos jugamos la vida y la felicidad en la opción entre uno y otro camino. Su testimonio nos recuerda que:
– Nuestro amor está encadenado. Siempre servimos a algo o a alguien. La cuestión es si servimos para la libertad o para la esclavitud.
– La opción es inevitable. Hemos de superar el miedo a la libertad radical: está en nuestras manos nuestro destino.
– Nos fiamos de la llamada de Jesucristo a servir en pobreza, en disponibilidad para el sufrimiento y en humildad, adentrándonos en el camino que nos conduce a la libertad.
Aceptar su llamada significó emprender una peregrinación en pobreza radical, guiado por el Espíritu que se le insinuaba interiormente. Fue su intento de ir a Tierra Santa y su experiencia en Manresa. Allí diría a Dios:
“Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me los disteis, a Vos, Señor, lo torno, todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (EE 234)
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat