Mons. Gerardo Melgar Queridos diocesanos:
El Evangelio que escuchamos este Domingo nos pinta una estampa muy elocuente. Leemos cómo Jesús instruía a sus discípulos sobre su muerte y su resurrección, en definitiva, sobre la salvación de los hombres gracias a su muerte y resurrección. Es decir; les habla de lo más importante para lo que Él había venido a este mundo. El Señor había observado que, mientras iban de camino, sus discípulos tenían una conversación acalorada; por eso, llegados a casa, les hace esta pregunta “¿De qué discutíais por el camino?” (Mc 9, 33). Su respuesta sabemos cuál fue: trataba sobre quién iba a ser el primero, el más importante entre ellos.
Si Jesús nos hiciera a nosotros una pregunta parecida –“¿de que soléis hablar como tema de preocupación más frecuente en vuestra casa, con la familia, con los amigos?”– ¿cuál sería nuestra respuesta? Si somos sinceros tenemos que reconocer que nuestra conversación más frecuente es del dinero, de cómo podemos ganar más, cómo vivir mejor, cómo adquirir esto o lo otro, cómo pasarlo bien. Si hablamos de los hijos y con los hijos lo hacemos sobre las carreras más rentables, del negocio más prospero, de la rentabilidad, de cómo podemos tener más, ser más ricos, tener mejor posición, ser mas influyentes.
Hemos de reconocer que éste es casi nuestro único tema de conversación. Debemos reconocer con pesar que éste es casi nuestro único valor -o el más importante-, nuestro verdadero dios al que servimos de una forma u otra. Por dinero, por tener más, por tener mejor posición, por ser más a los ojos del mundo sacrificamos lo que haga falta: el tiempo, la familia, los valores, la dignidad. Este afán de más medios, de mejor posición, de más influencia, de más poder es la causa de muchos de los males que nos aquejan: la envidia, la violencia, las enemistades entre hermanos y familiares. En efecto, hoy comprobamos cómo por dinero se vende la intimidad, se traiciona la amistad, se sacrifican los más altos valores.
Todo lo dicho, para alguien que no cree o para quien Dios y la fe importan bien poco, se puede explicar ya que sólo valora y considera las cosas de este mundo. Sin embargo, un creyente se tiene que preguntar: ¿qué es lo que vale ante Dios? ¿qué es lo importante para mí? Jesús manifiesta lo que Dios piensa sobre la grandeza y los primeros puestos; de ahí podemos deducir que, en la mente de Dios, no cuenta para nada ser más que nadie sino servir como nadie, servir a todos.
En Jesús, que cumplía y vivía a la perfección todo lo que decía, tenemos el modelo preciso y precioso a seguir: su verdadera grandeza fue ponerse a la cola, el último; siendo Dios se hizo hombre; siendo el primero pasó por el último; murió de la peor muerte, en una cruz, entre dos malhechores y como un bandido. Y es que, para Él, lo más importante fue la salvación de los hombres y toda su vida estuvo precisamente al servicio de este objetivo.
Ante el contraste que observamos entre nuestra vida y la del Maestro debemos preguntarnos: ¿por qué luchamos? ¿cuál es el Dios al que servimos? ¿qué lugar ocupan los demás en nuestra vida? ¿qué lugar ocupa Dios en mi vida? Ojalá que al contemplar al Señor,“que no vino a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28), seamos capaces de plasmar en nuestra existencia todas sus actitudes para que seamos ante el mundo, de verdad, imagen de la Trinidad, que es Amor.
+Gerardo Melgar
Obispo de Osma-Soria