Mons. Jaume Pujol El 11 de octubre se cumplen 50 años de la inauguración por Juan XXIII del Concilio Vaticano II —acontecimiento eclesial al que he dedicado recientemente varios artículos—y 20 años de la publicación por Juan Pablo II del Catecismo de la Iglesia Católica.
Con este motivo Benedicto XVI ha promulgado un Año de la Fe, que durará desde ese día hasta el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo Rey. Esta promulgación la hizo hace ya unos meses con su carta apostólica “Porta Fidei” (La puerta de la Fe).
Su intención es “ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa” y suscitar en todo creyente “la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza”. Al mismo tiempo —dice el Papa— “esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble”. Con este motivo Benedicto XVI invita “a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe”.
No es la primera vez que se convoca un “Año de la Fe”. Pablo VI convocó uno en 1967 para conmemorar los 1900 años del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia. Ahora como entonces, hemos de vivir este año con la mirada puesta en Jesucristo. El es nuestra esperanza, y en su vida y resurrección se asienta nuestra fe.
Como Arzobispo he recibido con la natural alegría esta convocatoria de un año de gracia en el que profundizar en la fe. Veo que es una ocasión de proclamarla de un modo nuevo para una sociedad cansada de palabras, que si aprecia algo son los testimonios. Invito, pues, a todos a redescubrir la alegría de la fe. Para ello el Papa sugiere meditar en la vida de San Agustín, que, emprendió una búsqueda continuada de la belleza, hasta que su corazón encontró descanso en Dios. Y se fija también en Lidia, aquella mujer que oyó predicar a San Pablo en Filipos y “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo” (Hechos,16, 14).
En efecto, es Dios quien abre el corazón. Podemos estar oyendo toda la vida los contenidos de la fe, que si no abrimos la puerta de entrada que es el corazón, no afectarán a nuestra vida. La fe implica abrirse a la palabra de Cristo y supone también ser luego pregonero de esa fe, con las palabras y con las obras, sin avergonzarse de la condición de cristiano, incluso cuando el ambiente pueda resultar contrario.
“El cristiano —dice Benedicto XVI— no puede pensar nunca que creer es un hecho privado”. Exige también una responsabilidad social. No podemos comportarnos en nuestra vida “como si Dios no existiera”, con el falso pretexto de respeto al pluralismo o a los demás. Precisamente lo que la gente espera de nosotros es la sinceridad de comportarnos como lo que somos. El don de la fe, gracias a este testimonio, llegará así a nuestro entorno, del mismo modo que se propagó en los comienzos de la Iglesia en una sociedad no menos pagana que la actual.
† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y Primado