Mons. Eusebio Hernández Sola Queridos hermanos y amigos:
El Evangelio de este domingo (Mc 9, 30-37) nos presenta el anuncio de Jesús que, instruyendo a sus discípulos, hace de su pasión: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo mataran; y después de muerto, a los tres días resucitará.
Frente a este anuncio el evangelista resalta que los discípulos no lo entendían, más aún, iban hablando en el camino de otras cosas, incluso tan contrarias a lo que Jesús había anunciado, pues en el camino habían discutido, quién de ellos era el más importante.
Los evangelistas no tienen reparo en presentar las debilidades e incomprensiones de los discípulos de Jesús, e incluso de los Apóstoles. Si nosotros escribiéramos una historia de nuestros amigos o familiares procuraríamos no poner en evidencia las deficiencias o los fallos de nuestros amigos y familiares.
¿Por qué los evangelistas lo hacen? Creo que la respuesta es clara, lo hacen para resaltar el cambio que se realiza en ellos después de Pentecostés. Después que reciben el Espíritu Santo aquellos hombres débiles, pecadores y deficientes en tantas cosas, cambian radicalmente su existencia, de su situación anterior que es muchas veces tan débil, cambiaran para anunciar a Cristo y su Evangelio, darán testimonio de Él, incluso con su muerte martirial y así se convertirán en los niños, es decir harán suyas en su propia vida lo que Jesús anuncia en el Evangelio de hoy: quien quiera ser primero, que sea el ultimo de todos y el servidor de todos.
Al señalar como modelo a los niños en el Evangelio, Jesús nos los propone por su confianza en sus padres. La actitud del cristiano es la que nos presenta el Salmo 53 de este domingo: El Señor sostiene mi vida. Un niño no se preocupa del mañana, no desconfía de que sus padres le van a dar lo mejor, está seguro de que nunca le va a faltar aquello que necesite.
Por ello en este domingo recibimos una fuerte llamada a cambiar nuestras actitudes y abrirnos al Espíritu Santo que, así como transformó a los primeros discípulos y a los Apóstoles, nos transforma también a nosotros.
La segunda lectura de este domingo (St 3, 16-4, 3) nos da alguna pistas de lo que debe ser nuestra conversión por obra del Espíritu Santo. Los transformados por la sabiduría son: amantes de la paz, comprensivos, dóciles, llenos de misericordia y de buenas obras.
El reto de este año pastoral que ahora comenzamos es lograr en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades este cambio y transformación.
La Iglesia nos ofrece en este año la posibilidad de ponernos a todos en movimiento con la celebración del Año de la fe. El papa Benedicto nos invita a todos a atravesar esta puerta de la fe para que el Espíritu Santo actúe en cada cristiano y en cada comunidad.
Quiero concluir invitándoos con las palabras del Papa a que atravesemos esta puerta que se nos abre en la Iglesia: «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
Con todo afecto, os bendigo.
+ Eusebio Hernández Sola, OAR
Obispo de Tarazona