Parece que de hecho, si queremos vivir cualquier virtud, siempre necesitamos testimonios, es decir, el conocimiento de personas como nosotros que la hayan vivido de una manera particular, más o menos llamativa. La razón última de esto es que la virtud nunca es fruto sólo de un razonamiento o de una ilustración especial de la mente, ni resultado sólo de un precepto que nos ordene que hay que practicarla, ni siquiera consecuencia de un discurso convincente, sino que la vivencia de una virtud afecta a toda la persona y a toda la vida; atraviesa y llena todo nuestro ser, incluidos el sentimiento, la voluntad libre… y, podríamos decir, las entrañas mismas de la persona. Es por eso por lo que siempre que hablamos de una virtud no podemos dejar de referirnos a “la conversión” de vida que ella supone: convertidos a la fe, caminamos en esperanza y vivimos la caridad.
Lo sabemos bien por experiencia, cuando nos fijamos en hechos constatables en torno a la virtud de la fe. Alguna vez hemos recibido la petición, formulado por unos padres sinceramente creyentes y preocupados por la increencia del hijo, de que, hablando con él, llegara a “convencerle” de que creyese… Naturalmente, de antemano sabemos que normalmente la conversación sólo ayudará a la escucha y a la clarificación de algunas cosas… a menos que derive hacia las vivencias profundas que motivan su postura y que nuestra intervención vaya acompañada de testimonios concretos de vida de fe. En este caso, no es que se obtenga un resultado positivo automático, que no se dará nunca en el terreno de la transmisión de la fe, pero el diálogo sí que habrá servido para situar al joven en un punto próximo a su posible decisión a favor de la fe.
Es por eso por lo que son tan importantes los testigos de la fe en la vida de la Iglesia. Siempre lo han sido y lo serán. No hace falta repetir aquella afirmación de Pablo VI en la encíclica Evangelii nuntiandi: “el mundo actual demanda y necesita más testigos que maestros”.
Conviene hacer una precisión. Un investigador que estudió el impacto de la figura de Jesús en la cultura occidental, Jaroslav Pelykan, advirtió que en el mundo clásico, en los primeros siglos de nuestra era, se solía proponer al pueblo, y especialmente a los jóvenes el ejemplo de héroes y sabios, a los que emular como prototipos de virtudes cívicas y guerreras. Pero, decía este autor, cuando la Iglesia proponía los ejemplos de los santos, especialmente los mártires, no lo hacía al estilo de los modelos paganos, sino como bienaventurados por su pobreza de espíritu, en los que había triunfado la fuerza del amor de Dios.
En la fe y conversión de San Agustín tuvieron un papel decisivo los testimonios de la conversión del gran filósofo neoplatónico Victorino, del que le habló otro gran maestro, Simpliciano; y el de San Antonio Abad, que por Cristo había abandonado todo y entregado sus bienes a los pobres… ¿Por qué no dejo, se preguntaba el santo, que Cristo sea todo para mí?
Hoy también se nos proponen modelos e ídolos a imitar. Pero nosotros preferimos aquellos que se reconocen pecadores y débiles, y que
– en su pobreza, luchan por creer y mantenerse fieles a Cristo,
– nunca reivindicaron para sí gloria alguna, –
– y siempre remitieron toda alabanza al poder de Dios. Jesucristo no dijo que vino a enseñar la Verdad, sino a ser testigo de la Verdad (Jn 18,37). Esa Verdad, en efecto, no se puede transmitir, sino testificándola.
† Agustí Cortés Soriano