La primera Constitución que vio la luz en el Concilio Vaticano II fue la “Sacrosanctum Concilium”, que fue aprobada el 4 de diciembre de 1963 por 2.158 votos a favor y solo cuatro en contra, lo que da idea de la casi unanimidad con que los padres conciliares fueron conscientes de la necesidad de impulsar, y para ello reformar, la liturgia en la Iglesia.
Fue también lo más visible para los fieles, a los que se dio mucha mayor participación en las ceremonias, particularmente en la misa, comenzando por el hecho de que pudiera ser celebrada en lengua vernácula, lo que la hacía más inteligible.
Recuerdo haber visto en mi infancia a algunas personas que durante la misa rezaban el rosario, sin duda con la mejor buena voluntad. La dificultad del latín era obvia, aún siendo el idioma oficial de la Iglesia, el que durante muchos siglos ha sido vínculo entre personas de culturas muy distintas. Como curiosidad, durante la celebración del Concilio aparecieron en “L’Osservatore Romano” anuncios de servicios de taxi, ¡en latín!
La reforma se manifestó también en la disposición del altar cara al pueblo, en una mayor importancia a las lecturas bíblicas, en la participación de seglares en las ceremonias, en cambios en el misal, en las posturas de los fieles, en la posibilidad de la comunión bajo las dos especies en algunos casos, en las concelebraciones, en el gesto fraterno de la paz…
“¡Nos han cambiado todo!”, decían algunas personas, pero la reforma tenía un sentido y no hubo cambios sustanciales, como no podía ser de otra manera. Muchas veces era una vuelta a los orígenes, otras era una necesidad didáctica y así fue aceptada para quienes entendieron “el espíritu de la liturgia”, tomando la expresión de un famoso libro de Romano Guardini.
Hubo quienes no entendieron los cambios y se rebelaron contra ellos y contra la autoridad del Papa, como el obispo Lefèbvre y sus seguidores. Los diversos pontífices han intentado por todos los medios, mediante un paciente diálogo, que no rompieran la unidad, tan importante, y aceptaran el Concilio y sus decisiones. En otro extremo, ha habido interpretaciones abusivas que han afectado a las fórmulas obligatorias de la misa, como las palabras de la Consagración, o a la recepción de sacramentos, como el de la Penitencia, cuya validez y necesidad confirmó el Concilio claramente.
La intención del Vaticano II, confirmada por los hechos, fue que se fomentara la participación de los fieles, que hubiera una mejor comprensión de la palabra de Dios y que la centralidad de las devociones la ocuparan Cristo y el misterio pascual. En este sentido siempre podremos progresar, sin despreciar la riqueza acumulada por la Iglesia durante toda su historia en oraciones, cantos y gestos de adoración, que siempre serán actuales.
La liturgia es un verdadero tesoro y es muy significativa la atención que le dedicó el Concilio, que se plasmó en una de sus cuatro Constituciones.
† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y Primado