Mons. Agustí Cortés Las crisis se afrontan mejor teniendo a la vista testigos de la paciencia y la esperanza.
El segundo gran testigo, que nos puede ayudar, es San Agustín. Dos siglos después de San Ireneo seguirá sus huellas, desarrollándolas desde la propia experiencia y el propio pensamiento. Además de su inteligencia y su cultura, tenía a su favor que él mismo ya había vivido al otro lado, es decir, al lado de las falsas seguridades, la intransigencia, la impaciencia, el engreimiento, la clasificación de dioses y personas y el enfrentamiento entre las partes. Conocemos por su confesión el camino que tuvo que andar hasta el lado de la fe. Superada la tentación de orgullo intelectual, se convirtió a Jesucristo tras haber aceptado la “bajeza” y la humildad del Dios hecho carne humana. Ante el antiguo error maniqueo, que enfrentaba el bien y el mal como bloques y principios de poder, reivindicó el Dios único y creador de todo el bien y de toda la belleza que hay en el mundo y en el hombre. Y, frente a la división de la historia en tiempos y dominios de malos y buenos, defendió que la historia nuestra es una auténtica peregrinación, un camino único y un proceso hacia la plenitud, que realizamos acompañados con la gracia de Dios.
Esta imagen es particularmente significativa en tiempos de crisis. En el transcurso del tiempo y formando una Ciudad, un Pueblo, vamos describiendo un viaje, una peregrinación, que atravesando desventuras y alegrías, desgracias y éxitos, avanza hacia una plenitud feliz.
Entonces, ¿cómo identificar esta ciudad, cómo formar parte de ella? Y también, ¿qué es lo que nos hace caminar? En su libro homónimo él habla de “La Ciudad de Dios”. Esta ciudad convive aquí con la Ciudad de los hombres. La diferencia radical entre una y otra ciudad es que en aquella rige la ley del amor a Dios y a los demás hasta preferirlos a uno mismo, mientras que en ésta rige la ley del amor a sí mismo hasta despreciar a los demás. Entonces, mientras que en la Ciudad de Dios se camina, se avanza, peregrinando realmente, en la Ciudad de los hombres, de hecho no se peregrina, no se avanza. ¿Por qué? En el fondo porque no existe el anhelo de “salir de uno mismo” e ir más allá, hacia una plenitud de amor. Podríamos decir que en la Ciudad de los hombres hay, en efecto, movimiento; parece que se avanza y se progresa, ya que las novedades y descubrimientos ponen en manos del hombre cada vez más poder. Sin embargo, este progreso no es más que un movimiento que gira en círculo sobre el hombre mismo, vuelve siempre al mismo punto de partida, es decir, a la exclusiva satisfacción de sus necesidades e intereses. Por ello, aunque nuestras posibilidades científicas y tecnológicas y nuestros conocimientos humanos estén a años luz de los que disponían Caín y Abel, los amores y odios de la humanidad son exactamente los mismos, a menos que efectivamente hayamos avanzado en la peregrinación del amor. Es este amor, que nos hace salir de nosotros mismos hacia Dios y el hermano, que alimenta la fe y la esperanza paciente, lo que nos permite dar pasos en el verdadero progreso. Dirá San Agustín:
Que el hombre se ame a sí mismo y huya de la muerte es el grito primero y supremo de la naturaleza… Muchos filósofos y pensadores paganos invitan y justifican el suicidio para huir de sufrimientos extremos. Pero, contradictoriamente, incluso en su huída mostraban el deseo de vivir (La Ciudad de Dios, 19,5).
Sin embargo, la Ciudad de Dios aceptará la presencia actual del mal y “los aguijones del sufrimiento”, pero podrá disfrutar de “la alegría en esperanza” (La Ciudad de Dios 18,49), activando la paciencia en la misma tribulación (18,32).
Porque, en definitiva, “la vida de la vida mortal es la esperanza de la vida inmortal” (Sobre el Salmo 103,3,17). Ya lo dijo San Pablo refiriéndose, no a los imprudentes, impacientes e intemperantes, sino a quienes practican la auténtica virtud: “No somos salvados sino en esperanza… Por la paciencia aguardamos lo que no vemos”. Dijo “por la paciencia”, porque aceptamos el sufrimiento hasta que logremos los bienes inefables, que nos deleitarán plenamente (La Ciudad de Dios, 19,4,5).
La máxima alegría que aquí vivimos no será ya arrebatada por las crisis o por cualquier tipo de sufrimiento. La visión del horizonte futuro nos hace caminar en el presente.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat