Mons. Agustí Cortés Soriano Vivimos en tiempo de testigos. Y si éstos además de vivir la virtud, dan razón de ella e incluso reflexionan y hablan sobre ella, tanto mejor. Es el caso de San Ireneo y San Agustín. Podríamos considerarlos verdaderos maestros de la paciencia y de la esperanza: su reflexión y su doctrina constituyen la base y la motivación profunda de sus vidas pacientes y esperanzadas.
Ambos testigos se nos muestran muy cercanos porque vivieron hasta el fondo experiencias semejantes a las nuestras. Concretamente tuvieron que integrar el hecho escandaloso del mal en el mundo y en uno mismo, según criterios verdaderamente cristianos, enfrentándose al mismo tiempo a quienes daban una respuesta contraria al Evangelio. Concretamente tuvieron que responder a quienes introducían separaciones y dualismos enfrentados –cuerpo y alma, materia y espíritu, Antiguo y Nuevo Testamento, Dios bueno y Dios malo, hombres buenos y hombres malos– al tiempo que programaban prácticas de ascética esforzada, radical e intransigente, para mantenerse puros, iluminados y perfectos. Aquellos que, bajo la apariencia de muy piadosos, veían en Jesucristo una especie de hombre ideal y luminoso, sin acabar de asumir la verdad central del Credo cristiano, es decir, que Él es Dios humillado, cargado con nuestra debilidad e imperfecciones, compartiendo el “lastre” de nuestro pecado.
Así, San Ireneo, en el siglo II, desde su responsabilidad de obispo de Lyon, tuvo que defender contra los gnósticos, Marción y los Valentinianos, al menos tres grandes verdades. Afirmará la sencillez de nuestra fe, heredada de los Apóstoles, frente a las construcciones mentales y espirituales de una élite intelectual, que proponía la salvación a unos pocos elegidos e iniciados. Defenderá el valor de la materia, el cuerpo, la carne y el espíritu del ser humano uno y único: desde la creación y la Encarnación del Verbo, todo es obra del único Dios creador y redentor, de forma que todo el ser humano en su integridad es santificado por el Espíritu. Mostrará que esta obra del Espíritu, que en definitiva consiste en restaurar en nosotros la imagen de Dios y devolvernos la semejanza divina, es paulatina y se realiza a lo largo de la historia, hasta que todo sea conformado a Jesucristo.
Todo esto, ¿qué significa a la hora de enfrentarnos a la dificultad de la vida cotidiana? Significa una serie de convicciones y actitudes
concretas:
– Aceptar siempre el hecho de que lo perfecto y bueno viene mezclado con lo imperfecto y lo malo. Así lo hizo Dios, quien, habiendo hecho con sus manos toda la bondad y la belleza (“vio Dios que todo era bueno”), vino él mismo a este mundo concreto, asumiendo todo nuestro fracaso, nuestra debilidad y nuestra desdicha.
– Descubrir en la persona y la obra de Jesucristo, que transforma desde dentro este mundo ambiguo y le otorga un horizonte de plenitud, la verdad de la vida, la respuesta verdadera a las contradicciones de la humanidad.
– Insertarse mediante la fe, la oración, la vida santa personal y eclesial, en esa corriente transformadora, que inició Jesucristo por su Espíritu y que concluirá al final de los tiempos, cuando Dios sea todo en todos.
San Ireneo, no sólo hará gala de fidelidad a su nombre (“amigo de la paz”), en el sentido de pacífico y pacificador, como de hecho lo fue en su Iglesia, sino también en el sentido de “paciente”, obrador de la paciencia. Su paciencia consistió en asumir la debilidad propia y ajena, pero también en realizar los trabajos del Evangelio. Ellos le llevaron al esfuerzo y la valentía hasta afrontar un posible martirio.
+Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat