Mons. Francisco Gil Hellín Aquel muchacho tenía resuelto el presente y el futuro. Su padre era un rico propietario que poseía muchos viñedos, grandes extensiones de labrantío y grandes pastizales para sus ganados. Tenía otro hermano, pero él era el más pequeño y su padre le tenía una especial predilección. Los muchos criados que había en casa también le querían mucho, porque sabían que era el preferido de su padre. No tenía madre, pero su padre trataba de llenar aquel vacío. Le bastaba quedarse en casa para que el día de mañana, cuando contrajese matrimonio y tuviese hijos, su padre le construyese una vivienda dentro de la hacienda y comenzase a compartir con él la administración.
Todo había discurrido con normalidad hasta que un día comenzó a darle vueltas a esta idea: “Sí estoy muy bien, no me falta de nada y puedo permitirme lo que otros no pueden. Pero no soy libre. Siempre en la misma casa, siempre en la misma hacienda, siempre con los mismos criados. Necesito salir de esta cárcel y buscarme la vida”.
Después de darle muchas vueltas y sin reparar el disgusto que daría a su padre, se fue de casa, no sin antes haber reclamado por adelantado lo que debería heredar a la muerte de su padre. Ya fuera de casa, comenzó la aventura. Mientras tuvo dinero en el bolsillo, iba de juerga en juerga y de aventura en aventura. Respiraba hondo y se repetía a sí mismo: “Esto es vida, esto es ser libre. ¡Qué diferencia con mi casa, donde todos los días eran iguales!”
Al principio gastó sin duelo. Pero como el bolsillo sólo acusaba salidas y no entradas, no tardó en darse cuenta de que no podía seguir así. No obstante, siguió con sus juergas y gastos. Y, claro, llegó un momento en que la cruda realidad se impuso. No sólo no tenía un céntimo para gastar sino un céntimo para comer. ¡¡Quién se lo iba a decir a él, el hijo del rico de su pueblo y el que nadaba en la abundancia!! Comenzó a pasar hambre, a ir mal calzado y mucho peor vestido. Un desastre.
Una noche, incapaz de dormirse, comenzó a recriminarse a sí mismo. “Tú tienes la culpa. Tenías de todo. Te querían los criados. Eras el predilecto de tu padre. Y ahora, hecho un desgraciado”. Cuando se despertó por la mañana, esto se había convertido en obsesión. Pero tuvo un momento de lucidez y pensó: “Tengo que volver a casa. Al menos, no me moriré de hambre, aunque tenga que trabajar como un criado más. No tengo derecho a que mi padre me reciba como hijo, pero él es tan bueno que me recibirá como un criado”.
Dicho y hecho. Ya en casa, se encontró con un criado que a duras penas le reconoció. “Sí, soy yo. Dile a mi padre que he venido a pedirle perdón y decirle algo”.
Enseguida se oyó un gran sollozo y un “¡¡hijo mío, hijo mío!!”. – “Quiero decirte que he sido un sinvergüenza, que no merezco ser hijo tuyo. Pero déjame quedarme aquí para trabajar como un criado más”. ¡¡Como un criado!! Tú eres mi hijo. Hagamos un banquete y que suene la música. Hoy es un día grande. Y el hijo, que pensó que en su casa no había libertad ni alegría, descubrió que fuera de ella todo parece de color rosa pero es, en realidad, una fruta emponzoñada que sólo es portadora de hastío, miseria e infelicidad.
El hijo rico, ansioso de libertad y hundido en la infelicidad es Europa, España y tantos y tantos hombres y mujeres que recorren las calles de nuestras ciudades y pueblos. Han recorrido las dos primeras etapas del hijo pródigo: la abundancia, y la miseria moral y material. Quizás el hastío y vacío que ahora experimentan les haga descubrir lo que redescubrió el pródigo desde su postración: que es preciso volver a casa para ser feliz. Volver a sentir el abrazo perdonador de Dios. Cuaresma puede ser el recomienzo de tu vida. No lo dudes: el ansia de felicidad que sientes, en el fondo es sed de Dios.
+Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos