Mons. José María Yanguas Queridos diocesanos:
Todos hemos tenido en nuestra vida algunas experiencias particularmente intensas, dotadas de una viveza y fuerza de la que carecen las demás. Hace unos años, con un grupo de sacerdotes de nuestra diócesis, seguía las huellas de San Pablo en sus viajes por las distintas regiones de Grecia. Recuerdo muy bien la llegada a Delfos en una mañana con una ligera niebla que más tarde parecía diluirse en una lluvia fina que ganaba en intensidad con el pasar de la mañana. La evocación histórica, la vista de las ruinas que hablaban de esplendor y gloria pasadas, las condiciones climatológicas, todo despertó en mi la sensación de “entrar”, mejor, de ser rodeado por algo imposible de definir. Fue un momento fascinador.
Me venía a la cabeza esta anécdota personal al considerar que con el Miércoles de Ceniza, también nosotros, cristianos, “entramos” en un tiempo especial, es decir, nos vemos como envueltos en una atmósfera particular, inmersos en algo que nos trasciende y que nos comunica su espíritu sin que apenas lo pretendamos. Basta que nos dejemos invadir, empapar por él.
Digamos, en primer lugar, que el santo tiempo de Cuaresma es, sobre todo, el tiempo de la misericordia divina. Antes que cualquier otra cosa, Cuaresma es eso, tiempo favorable, tiempo propicio, tiempo en que la misericordia y el perdón de Dios, su amor, son, ¿cómo decirlo?, más visibles y accesibles. Por eso, la antífona del Introito de la Misa del Miércoles de Ceniza, primera liturgia de Cuaresma, inicia con estas entrañables palabras del libro de la Sabiduría: “Tu amas a todas tus criaturas, Señor, y no desprecias nada de lo que Tú has creado: Tú olvidas los pecados de cuantos se convierten y los perdonas, porque Tú eres el Señor nuestro Dios” (cf. Sab 11, 23-26).
Han comenzado los días que nos preparan para la Pascua del Señor. Es un largo camino que nos recuerda el Éxodo, la salida del Pueblo de Dios de la tierra de la opresión y de la esclavitud. Días de penitencia, de duelo, porque el naciente Israel abandonaba las pobres seguridades que le ofrecía Egipto, rompía con la situación pasada, dura, pero a la que se había habituado, para seguir un camino cuyos peligros y dificultades no conocía. Pero comenzaba a caminar en el horizonte luminoso de la promesa de una tierra propia y de un pueblo numeroso. La conversión es, sí, tiempo de penitencia, de purificación interior, de conversión; pero vividos en el horizonte sereno, ¡alegre¡ de la Pascual del Señor.
Queridos diocesanos, el rigor de la penitencia de este tiempo no se agota en sí mismo, tiene un sentido, una finalidad, la gloria de la Pascua, la luz de la Resurrección. En el camino hasta esa meta experimentaremos la tentación de volvernos a la esclavitud de Egipto, dolorosa, pero que aseguraba el alimento diario, los “ajos, cebollas y melones”, que añoraban los hebreos en el desierto; la tentación de adorar los viejos ídolos que, al menos, tenían un rostro; la tentación de asegurarnos la protección de señores a quienes servíamos como esclavos. Frente a estas tentaciones, el cristiano es invitado en este tiempo a escuchar más atentamente la Palabra de Dios que libera del error y de la mentira; es llamado a la conversión y a la penitencia para evitar perder el señorío sobre sí mismo y mantener viva la propia libertad; es urgido a salir del mundo angosto del egoísmo y a fijar los ojos en quienes le rodean, a interesarse por ellos, a hacerse samaritano de quien sufre y padece necesidad.
+José María Yanguas
Obispo de Cuenca