Mons. Ureña El próximo jueves, día 2 de febrero, celebramos en la Iglesia la fiesta de la Presentación del Señor y de la Purificación de Nuestra Señora, la Santísima Virgen María. Al mismo tiempo, venimos celebrando también en este día, desde su institución por el Papa Beato Juan-Pablo II, la Jornada de la vida consagrada.
Litúrgicamente, la fiesta de la Presentación del Señor y de la Purificación de María comenzó a celebrarse muy pronto en Oriente. La peregrina Eteria nos habla de ella resaltando la alegría semipascual que tal fiesta imprimía en la crecida concurrencia de fieles cristianos reunidos en Jerusalén para celebrarla. Con notable rapidez se extendió por todo el Oriente y, algún tiempo después, también Roma la acogió entre sus fiestas y la celebró con solemnidad.
Respecto del contenido de la fiesta, ésta celebra, en primer lugar, el día en que Jesús fue presentado por sus padres en el templo, cuarenta días después de haber nacido, para cumplir la ley de los varones primogénitos. Claramente lo dice Lucas, presuponiendo Ex 13, 1-2: cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones” (Lc 2, 22-24).
Esto respecto de Jesús. Y respecto de María, su madre, el libro del Levítico prescribe que, cuarenta u ochenta días después del alumbramiento, según se tratase de un hijo o de una hija, las madres hebreas debían presentarse en el templo para purificarse de la impureza legal que habían contraído (12, 1-8).
De sobra sabemos que ni Jesús ni María, su madre, estaban obligados al cumplimiento de estos preceptos legales. Pues el primero estaba infinitamente por encima de toda ley; y la Virgen Santísima, al haber dado a luz virginalmente, al margen, por tanto, de las condiciones naturales previstas por el legislador, no tenía necesidad de purificarse de nada. Sin embargo, el cumplimiento exquisito de las prescripciones rituales por la Sagrada Familia obedece a un principio fundamental de la economía de la Encarnación: el que todo acontezca y se desarrolle respetando al máximo el orden natural e histórico.
Ahora bien, la presentación de Jesús en el templo se inscribe dentro de un horizonte más vasto. Jesús no es presentado en el templo simplemente para cumplir con él lo previsto por la ley mosaica y reivindicar así su humanidad plena. Jesús es llevado al templo a los cuarenta días de haber nacido para manifestar su divinidad, para mostrarse como Dios y como Mesías y para encontrarse con el pueblo creyente.
El pueblo creyente o pequeño resto de Israel estuvo representado aquí por los santos ancianos Simeón y Ana, los cuales, impulsados por el Espíritu Santo, llegaron al templo e, iluminados por el mismo Espíritu, reconocieron al Señor, le salieron al encuentro y lo proclamaron con alegría.
Al anciano Simeón, hombre justo y piadoso que aguardaba la Salvación de Israel, le había sido revelado por el Espíritu Santo que no conocería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Agradecemos al anciano Simeón nos dejara esa joya lírica del Nunc dimittis que recitamos cada noche como Cántico evangélico al final de la oración litúrgica de Completas: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32).
Descubriendo en Jesús al Cristo, Simeón predice a la Madre la pasión del Hijo en la cruz, le menta la espada que un día atravesará su corazón y la felicita por ser la madre del que iba a ser signo de contradicción y ante el que quedarían al descubierto las intenciones de muchos corazones (cf Lc 2, 34-35).
Y, si grande es Simeón, no lo es menos aquella mujer llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, casada en los días de su adolescencia, que vivió siete años con su marido y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro, que no se apartó del templo sirviendo con ayunos y oraciones noche y día y que también alabó a Dios y hablaba de Él a cuantos esperaban la redención de Israel (cf Lc 2, 36 y ss.).
Permitid felicite desde Iglesia en Zaragoza a las muy reverendas Madres Angélicas, que clausuran en este día el jubileo del primer centenario de la fundación de su congregación: la congregación del Corazón de Jesús y de los Santos Ángeles, debida a Santa Genoveva Torres Morales. Y expreso mi más cordial saludo a toda la Vida Consagrada, religiosa y secular, de la Archidiócesis Metropolitana en la celebración de su gran Jornada anual.
El Excmo. y Rvdmo. Sr. Nuncio Apostólico, Renzo Fratini, presidirá a las 18:30 horas de este día una gran misa solemne en la Basílica del Pilar para pedir a Dios por las Madres Angélicas y por toda la Vida Consagrada. Con sumo gozo acompañaremos al Sr. Nuncio, el cual, como Delegado Apostólico permanente ante las Iglesias particulares, hace presente en ellas al Santo Padre el Papa. Os invito y exhorto a participar en esta Eucaristía.
+Manuel Ureña
Arzobispo de Zaragoza