Mons. Santiago García Aracil Es un verdadero motivo de alegría contemplar cómo, en la Navidad, creyentes y no creyentes, se sienten llamados, de algún modo, a tener gestos de comprensión, deseos de paz, comportamientos de amor y de perdón. Debemos dar gracias a Dios por ello. Es una prueba de que el Espíritu Santo obra en nosotros haciéndonos vibrar con los sentimientos de Dios, amor infinito, manifestado en Jesucristo. “El amor, nos dice san Pablo, “no busca su propio interés; no se irrita; no toma cuentas del mal; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera” (cf. 1Cor 13, 5-7).
No sería yo sincero, ni hablaría con razón, si dijera que basta con que el comportamiento arriba descrito fuera el correcto entre los cristianos. No faltaba más que los cristianos no nos sintiéramos interpelados por la llamada que el Señor nos dirige a través de san Pablo. Pero, a pesar de lo que puede costarnos llevar a la práctica, día a día, estos comportamientos propios del amor, no podemos conformarnos con ello. Debemos ser apóstoles a la vez que ejercitantes del amor, del perdón y de la reconciliación. Nuestro mismo entrenamiento en la virtud ha de llevar consigo el interés porque la virtud sea también patrimonio del prójimo con el que compartimos familia, trabajo, descanso, vecindad, etc. Para ello, como es lógico, se impone nuestro personal testimonio; ese testimonio humilde por el que damos a entender que luchamos por alcanzar progresivamente una vivencia más limpia del amor. Pero el testimonio de la necesaria práctica del amor sincero y limpio, ha de manifestarse también mediante el compromiso con las realidades –instituciones y organizaciones religiosas y civiles- en las que estamos insertos y en las que debemos comprometernos.
Constatamos con mucha frecuencia un ambiente muy tenso, un ambiente agresivo y de gran desconfianza entre personas y entre instituciones y grupos humanos. Y esto se constata al mismo tiempo que por todas partes nos llegan proyectos y ensayos y abundante literatura sobre la paz universal, sobre una globalización internacional e intercontinental, de colaboración universal, de mutuas implicaciones entre la familia, los poderes civiles y políticos; entre las asociaciones que persiguen fines semejantes o complementarios. Y, al mismo tiempo, nos llegan abundantes y crudas noticias de absentismos, de lamentables dejaciones de la propia responsabilidad, de inexcusable corrupción, de enfrentamientos destructivos por la fuerza de una desconsiderada competitividad, de rupturas por dejarse llevar del disgusto que produce un determinado comportamiento ajeno tanto en la familia, como entre compañeros de trabajo, y entre grupos ideológicamente distintos, etc.
Es necesario que los cristianos asumamos el deber de sembrar por doquier la semilla que ha de producir, como fruto, la civilización del amor.
Es necesario que nos lancemos a ello a pesar de sufrir con frecuencia duras decepciones. Es necesario que seamos capaces de superar el miedo a que nos pongan en evidencia por nuestros defectos diciéndonos: “médico cúrate a ti mismo” (cf. Lc 4, 23).
Es necesario que seamos capaces de pasar por lo que haga falta para que el mensaje y la intensa experiencia vivida en la reciente Navidad, tenga su continuidad. Esto es posible, al menos en la parte que a nosotros corresponde, si sabemos contar con la gracia de Dios hecha presente en Jesucristo nacido como nuestro compañero, camino, verdad y vida para quienes creen en él.
Si es verdad que el amor todo lo espera, como dice san Pablo, habría que trabajar al tiempo que pedimos al Señor tener una paciencia a prueba de fe.
+Santiago García Aracil
Arzobispo de Mérida-Badajoz.