En un mundo en transformación permanente como el que vivimos son inevitables los desequilibrios, las ambigüedades y las contradicciones…, pero eso no autoriza las posturas extremas o los radicalismos inflexibles y fanáticos, ni tampoco el desconcierto y la pérdida de la serenidad. En este sentido, siempre he considerado muy iluminadora la recomendación de la Constitución Conciliar sobre la Iglesia en el mundo (GS 44) que pide «escuchar, discernir e interpretar los diversos lenguajes de nuestro tiempo y evaluarlos a la luz de la Palabra de Dios, con la ayuda del Espíritu Santo, a fin de que la Verdad revelada pueda ser cada vez más profundamente percibida, mejor entendida y más acertadamente propuesta».
En nuestra Diócesis hemos hecho muchas veces mención de la necesidad de vivir los acontecimientos como una llamada de Dios, convencidos que los «signos de los tiempos» son signos de la acción de Dios en la historia humana. Dejémonos, pues, juzgar por las situaciones que nos toca vivir, asumiendo las cosas con responsabilidad y siempre colaborando a buscar respuestas gradualmente. Es perfectamente lícito mirar la Iglesia con ojos críticos pero señalar únicamente aquello que no va bien no es índice de sanidad o madurez.
No esconderemos nunca que entre nosotros se pueden constatar muchas debilidades y pecados, cosa que deja bien claro que la Iglesia es -cómo decía Pablo VI- una «realidad humana invadida por lo divino», una realidad santa por su origen y misión, pero siempre necesitada de conversión por la condición de sus miembros. A pesar de todo, y lo repetimos con palabras del Concilio, el Pueblo de Dios es para todo el género humano «el germen firmísimo de unidad, esperanza y salvación» porque ha sido puesto por Dios como «instrumento de redención universal»; tiene que ser «sacramento visible de unidad del género humano» y «sacramento universal de salvación, que manifiesta, y al mismo tiempo realiza, el misterio del amor de Dios al hombre» (Cfr. LG 9 y 48; GS 42 y 45).
Por eso, y dado que empezamos un nuevo Año Litúrgico (una nueva oportunidad), animo a todos a los miembros de la Iglesia de Lleida a rezar muy de corazón con palabras como las siguientes:
«Señor Jesucristo, te damos gracias por la consagración bautismal que nos hace miembros de tu Iglesia, en la cual nos has llamado a promover la fraternidad universal hasta que «todos seamos uno».
Queremos vivir vinculados a Ti escuchando tu Palabra sin interferencias y con más profundidad, dejándonos convertir por Ella para seguirte cada día con más radicalidad.
Ayúdanos a ser mediación creíble en los diferentes ambientes en los que nos llamas a ser «sal y luz», verdaderos testimonios tuyos en el mundo, capaces de dar razón de nuestra esperanza, gozosamente confiados en el poder liberador y transformador de tu Evangelio.»
Recibid el saludo de vuestro hermano obispo,
+ Joan Piris Frígola
Obispo de Lleida