Ayer, con motivo de la fiesta de santa Clara, fundadora de la orden de monjas contemplativa más numerosa, tomaba pie para pedir a los seguidores de este sitio en la Red que durante las vacaciones estivales sepan encontrar espacio y tiempo también para el sosiego y descanso del espíritu, y para lograrlo reivindicaba el silencio como elemento ambiental e interior imprescindible.
Hoy me van a permitir en medio de esta semana veraniega del mes agosto, cargado de fiestas populares en la mayor parte de España, que haga otra reivindicación: esta vez de la alegría.
La eclosión festiva estos días en nuestros pueblos y ciudades, con toda la trepidación y ruido que suele acompañarlo, además de su colorido y originalidad, ha de llevar consigo también una cierta reflexión sobre la necesaria mesura y el respeto a los otros y a uno mismo del que no puede dispensar a los ciudadanos responsables el ambiente vacacional y distendido de estos días.
Para los cristianos esta reflexión ha de incluir además la superación, por contradictoria y falsa, de la tópica consideración de que las realidades sobrenaturales son aburridas cuando no rodeadas -como las viejas cartas de luto- de una mezcla de seriedad y tristeza.
Por elemental coherencia, los cristianos han de reivindicar la alegría como patrimonio también de los verdaderos creyentes, a los que la vivencia de fe no puede privarles -antes al contrario- del buen humor y mucho menos del gozo de las realidades humanas nobles, entre las que el Papa Pablo VI citaba «la alegría ensalzadora de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio» (Gaudete in domino, n.12).
El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas con la fe en la resurrección de Cristo, a la que somos llamados como suprema felicidad, pero nunca puede excluirlas del camino cristiano si quiere ser tal.
Bien y mejor lo supo entender aquella pequeña que, ante sorpresa de sus padres, le pedía a Dios: «¡Señor, que los malos sean buenos y que los buenos sean alegres!». Toda una oración para los festivos días de vacaciones.